Tradicionalmente, el espacio público de los entornos urbanos es destinado, en cuanto a extensión, principalmente, a la movilidad de la población en sus distintas formas, especialmente aquella que se realiza mediante medios motorizados y privados. Este paradigma se lleva fortaleciendo desde la irrupción del coche privado como herramienta de progreso socioeconómico, masiva y ciertamente barata. Paulatinamente, los entornos públicos han dejado de prestar buena parte de las posibilidades que antaño eran contempladas: ocio, intercambio, encuentro, reunión, arte, reivindicación, espera, juego y esparcimiento. Incluso, el derecho a la movilidad, aquel con mayor predominancia y presencia en la actualidad del conjunto de derechos ciudadanos, es disfrutado de forma desigual por la población a tenor de la realidad urbanística, territorial y ambiental del lugar y por patrones de género, cultura, renta, condición física o edad, entre otros.
Así, la infraestructura peatonal ha sido activamente arrinconada, cuando no desaparecida, en beneficio de la toma casi total del espacio por la infraestructura viaria y los elementos urbanos para la gestión del tráfico rodado que la componen. La acera, bajo la posición segregada y relegada de la que se le suele dotar, con diseños urbanos de baja accesibilidad, confort y calidad, difícilmente puede ser interpretada por la ciudadanía como un instrumento para la mejora de los parámetros de calidad de vida y bienestar personal y comunitario. Por ello, iniciativas para su recuperación y puesta en valor son tan necesarias como urgentes si se buscan entornos más igualitarios.